Por Mónica Cué
Estamos viviendo un tiempo donde lejos de haber aprendido a que las relaciones entre nosotros sean más llevaderas, cada día se vuelven más complejas; estamos más lejanos que nunca de poder llegar a un punto de armonía y respeto en la convivencia con quien es o piensa distinto. Todo se ha vuelto ofensivo o políticamente incorrecto; hay que conducirse con pinzas.
Y tal vez me estoy metiendo en arena movediza con esto que voy a decir, pero es mi opinión personal, es como yo lo veo y así lo expongo sin afán de ofender a nadie. He hablado en varias ocasiones de la importancia de la empatía en la vida como pilar fundamental en la educación, pero hoy me refiero al tema controversial de la diversidad y la inclusión que se pretende imponer con calzador.
Es verdad que hoy, paradójicamente entendemos que hay muchas cosas que no entendemos. Históricamente pretendemos cambiar el discurso disfrazado de progreso, pero lo único que cambia es el lenguaje porque seguimos teniendo miedo de evolucionar, nos quedamos atrapados en los pensamientos limitantes y lo peor es que aparentemente vamos hacia el progreso, pero en realidad seguimos las estrategias equivocadas y estamos en retroceso en lugar de avanzar, somos conscientes de la vuelta que le damos a tanta “consciencia” y nos seguimos enredando.
Queremos cambiar, pero no cambiamos la forma; queremos evolucionar, pero nos estancamos de pensamiento; queremos ser incluyentes, pero no integramos y queremos cambiar el discurso de los demás, pero imponiendo el propio. Así ¿Cómo?
La interpretación temerosa de lo que pasa la acomodamos a lo que nosotros queremos creer, defendemos nuestros pensamientos y nuestras creencias sin cuestionar, sin avanzar, sin reinterpretar o asumir que hay otras formas y no hay necesidad de enfrentarnos; no son competencias. Más bien, hay que buscar motivos, argumentos claros y estar abiertos a escuchar nuevas posturas, tener la capacidad de moldear si es necesario la forma de ver y percibir, pero también tener la madurez para refutar con elocuencia y sin adjetivos peyorativos; simplemente exponer y defender la propia perspectiva si es necesario con derecho a no recibir ataques de vuelta por ello.
A veces, luchamos en contra de nuestras propias ideas, pero no nos detenemos para cambiar el discurso. No tenemos ni la intención de ser empáticos con las diferencias desde una perspectiva distinta. Si de lo que se trata es de entendernos, de vivir en armonía, de apelar al respeto y a la equidad ¿Será que la estrategia entonces es exigir que los demás cambien?, ¿que sean los otros los que se adapten, asuman y acepten mi postura?, todo eso, simplemente porque lo digo yo ¿Y yo claramente estoy bien?, ¿los demás están obligados a compartir mi punto?, ¿tú impones y yo acato? Se pide aceptación y tolerancia, pero… ¿Dónde está la tolerancia entonces si no es recíproco?, ¿cuál sería el modo para llegar al respeto?, ¿dónde está la línea que se forma por dos puntos que los unen, pero el modo los separa más?
Lo que tenemos que buscar es empatía y respeto. Calidad humana sin género, sin capacidades, sin color, sin religión, sin cuenta de banco y sin bandera. Los valores no se esquivan, no se imponen y no se pueden ocultar. Cuando entendamos que la igualdad, el respeto y la empatía son parte de una educación del corazón, vamos a poder formar parte de una comunidad que realmente incluya. Una comunidad en la que lo que vale es la persona por su calidad humana y no por su condición, por las medallas o las etiquetas que lo encasillan.
Sí que es cierto que hay un parámetro de “normalidad” dentro de los conceptos básicos de educación y normas de convivencia social que deben respetarse para vivir en armonía. Pero dicho esto, cada uno tiene derecho a marcar su propia “normalidad” y vivir así mientras no falte al respeto o dañe a nadie.
No podemos pretender vivir con aceptación, con empatía y respetarnos si se hace por imposición. La imposición la vemos básicamente como la última bala, envuelta en la bandera de falta de tolerancia y argumentos ante quien es, actúa o piensa distinto.
Se pretende empapar a las generaciones de los más pequeños a crecer en un mundo que incluya y hasta ahí vamos muy bien, me parece perfecto, aplaudo y apoyo el que se acepte a todos por igual sin importar la condición y sin las fatales etiquetas que generalmente resultan peyorativas. Me parece muy bien ser pioneros del cambio de mentalidad y perspectiva, pero no se puede exigir ni imponer, tampoco se puede educar sin ejemplo.
El respeto a las diferencias cualquiera que estas sean, se enseña, se muestra con el ejemplo y se educa, pero esa educación no es precisamente la que enseñan en las escuelas, en las películas, ni en los libros ¡Se llaman valores!, se llama educación del corazón y no puede ser impuesta por bombardeo de imágenes, con manifestaciones, reclamos, agresividad o competencia. Los valores no se pueden forzar, ni se pueden imponer y si el fin último es aceptarnos los unos a los otros tal cual somos, tenemos que empezar por la libertad de pensamiento y la apertura ante las diferencias de cualquier tipo.
Yo puedo aceptar que seas diferente, que pienses diferente, que te gusten cosas diferentes o actúes diferente, pero no por eso tengo que pensar igual, compartirlo, acatarlo, vivirlo o enseñarlo así. Te respeto, pero no me impongas tu pensamiento y si no lo comparto, por ello me ataques o te sientas agredido. No es comprensible que te sientas ofendido porque no comparto tu forma, pero te sientes con el derecho de atacarme por ello e imponer tu punto ¡Que incongruencia! La cuerdita tiene dos lados y de los dos lados tiene que caber la cordura, el ejemplo y el respeto.
Todo tiene un límite, puedes pensar, ser y hacer como tú consideres mejor, pero sin intentar aleccionar a quien no lo hace o lo comparte igual.
Nada es personal, simplemente son percepciones distintas y por ahí tenemos que empezar, el rechazo, el ataque, la susceptibilidad y la agresividad deben terminar, pero deben terminar de raíz y de fondo; no podemos pretender resolver nada desde la superficie sin echarnos un clavado a lo más profundo y sin entender que el problema no es de percepción, sino de planteamiento y modo.
Educación, valores, empatía y sobre todo respeto de todos y hacia todos es lo que se tiene que normalizar, lo que se tiene que enseñar sin imponer, pero insisto... Respeto que muestre la calidad humana sin género, sin condiciones, sin color, sin religión, sin cuenta de banco, sin bandera y sin imposición. Simplemente respeto y libertad para que cada quien sea, viva, actúe, eduque y piense como mejor considere, pero que también permita que los demás lo hagan así.
Todo empieza y termina con educación; la educación es atemporal, no es una tendencia, no pasa de moda y no es cuestionable. Entonces, apelemos a ella y cultivemos la tolerancia, practiquemos la empatía y el respeto para realmente poder evolucionar como sociedad en lugar de querer imponer una postura con calzador.
Registro de Propiedad Intelectual ©Mónica Cué
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